Sebastián Hernaiz | De pronto creo tener el tono de un poema...



Sebastián Hernaiz 


Casas

Zapatillas cuelgan
de los cables,
cruzan calles, me señalan
no sé qué.
En Pomar y Saenz, un cable viejo
sostiene dos zapatillitas de nene. Fumo
y las miro. También acá
hay cables que sostienen
zapatillas colgadas. Me fui
hace diez años, o más, y el azar
de una fiesta una noche me trae
de nuevo a la Pompeya esquina con Boedo.
Las calles empedradas no eran buenas, nostalgia
que deambula en los poemas. Ahora
veo pavimentaron la vieja cuadra en que viví. Camino
de la esquina de la panadería que a esta hora luce opaca
hasta la puerta de casa. Era chico y las cosas
ahora parecen chicas ellas. Un pequeño,
un personal lugar común. A la puerta del garage,
la madera clara, avejentada,
le pusieron un cartel de plástico
“Garage. Prohibido estacionar”. Cruzo,
el balcón tiene rejas que lo envuelven, podaron el árbol
que se colaba en verano a mi cuarto. Nunca me escapé
de mi casa. Era chico y el árbol tenía ramas gruesas,
me golpeaba la ventana. No sé. ¿A dónde
hubiera ido? Las ramas se escalonaban,
a dónde. Las rejas, el cartel
rojo y blanco en el garage, y dos motores
de aire acondicionado
rompieron las paredes. Ya no es mi casa,
cerró la tintorería de al lado, hay un locutorio
donde antes era la carnicería, y el mecánico de enfrente
se mudó a la vuelta, a un lugar más grande. Las zapatillas
cuelgan de los cables que cruzan calles. Chiquitas
de tela roja y goma blanca, tiemblan
con el viento que se lleva
el humo que aspiro. No hay casi tránsito
a esta hora. En la esquina me esperan mis amigos
y cerca hay una fiesta. El cigarrillo
no se acaba y lo tiro
a una zanja aunque no escuche
la brasa que se apaga.



Lectura

Para mañana despertar temprano, por eso de ir a trabajar,
la noche ya nos tiene hace largo rato acostados.
No dormimos, sin embargo, y le leo a mi chica
un poema. Sin importar de quién,
elijo un libro de una fila que se extiende
al borde de la cama. Contra la pared,
libros apoyados en el piso
que se hizo biblioteca al lado del colchón:
no sé cuál leerle, alguno corto,
alguno corto parece lo mejor. ¿Para qué
se le lee un poema a una chica,
en la cama, siendo tarde y que mañana hay que ir a trabajar?
Después de escucharlo, me abraza
y no dice nada. Su piel desnuda
me da calor, así, acurrucada, y sé que cierra los ojos,
quiere dormir. Sigo leyendo
los poemas del libro cualquiera, pero pierden gracia ahora
y los ojos empiezan a pesar, el velador encandila,
las letras adquieren un volumen difuso. De pronto
creo tener el tono de un poema; dejo el libro
tirado boca abajo, apago la luz y me duermo abrazado.



Un pino que en un bosque

El celular silenciado
en la mesa ratona del comedor.
Vos me agarrás de la mano y me hacés carita
con los ojos y me dejo llevar al cuarto.
Queda mi libro abierto sobre el sillón, un mate cebado
con la yerba flotando y la música
encendida de fondo.
Desde el cuarto ya no escucho
nada más del mundo. El teléfono recibe
mensajitos y una llamada lo desliza
vibrando sin ser oído
hasta caer para temblar en el suelo.



Sebastián Hernaiz
(Buenos Aires,1981), El prejuicio del sexo. Ediciones VOX. Bahía Blanca. 2014.

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