Jean Cocteau | Una de las cosas que eché de menos...
Una de las cosas que eché de menos fue el espejo transparente. Uno se instalaba en una cabina oscura y levantaba una persiana. Entonces aparecía un telón metálico a través del cual se contemplaba un pequeño cuarto de baño. Al otro lado, el telón era un espejo tan reflectante y tan liso que resultaba imposible sospechar que alguien miraba a través de él.
A veces pagaba por quedarme allí todo el domingo. De los doce espejos de los doce cuartos de baño, era el único de esas características. El dueño había pagado muy caro su traslado desde Alemania. Sus empleados ignoraban la existencia del observatorio. La juventud obrera servía de espectáculo.
Todos seguían el mismo programa. Se desnudaban y colgaban cuidadosamente sus trajes nuevos. Sin la ropa del domingo, adivinaba sus empleos por sus encantadoras deformaciones profesionales. De pie en la bañera, se miraban (me miraban) y empezaban con una de esas muecas parisinas que enseñan las encías. Luego se frotaban un hombro, sacaban espuma de la pastilla de jabón. Enjabonarse se transformaba en caricia. De repente sus ojos se ausentaban, llevaban la cabeza atrás y sus cuerpos escupían como animales furiosos.
Algunos, exhaustos, se sumergían en el agua humeante, y otros volvían a empezar. Se reconocía a los más jóvenes por su manera de salir de la bañera con una gran zancada para limpiar la savia que su tallo ciego había proyectado atolondradamente hacia el amor, sobre las baldosas.
En cierta ocasión, un Narciso que se gustaba mucho acercó su boca al espejo, la posó en él y llevó la aventura consigo mismo hasta el final. Invisible, como los dioses griegos, apoyé mis labios contra los suyos e imité sus gestos. Nunca supo que, en vez de reflejarlo, el espejo actuaba, que estaba vivo y que lo había amado.
Jean Cocteau (Maisons-Laffitte, 1889- Milly-la-Forêt, 1963), El libro blanco.
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