Foto: Gabi Salomone
Mi madre ha sido, como la de todos, una reproductora, una mujer, una mujer destinada por nuestro pueblo a producir niños, pero no a criarlos ni a conocerlos, así son las cosas. La infancia la he pasado entre los míos, los niños que luego nos convertiríamos en amantes. Al nacer, las zamas, las mujeres habilitadas para ello, nos observan y nos distinguen del resto de los niños por nuestras medidas generales, nuestra armonía física, y algo más, que sólo ellas pueden saber, de nuestra persona, una especie de germen sexual y de relación con las mujeres, que determina luego la suerte definitiva de nuestra vida.
Mientras los otros chicos son adiestrados en ejercicios de fuerza, de despliegue de energía, y de incentivo de su brutalidad innata, los futuros amantes somos iniciados por las kasles desde muy pequeños en el arte de la conversación, del trato social, de la poesía de los grandes maestros, del respeto a las damas, y de saber lo que desean y cómo hacerlas felices, dentro de lo posible. Lo increíble es lo más verdadero, dijo el poeta Oz, y lo posible, lo posible siempre es defectuoso, agregó, con acierto.
Saber llevar una conversación, conocer cada centímetro del cuerpo de una mujer, aprender a dar placer a esa superficie rosada que se estremece cuando quiere, a veces cuando no quiere también; los amantes debemos ser corteses, pero también saber cuándo hay que forzar las cosas para llevarlas a buen término. Esto último, que es lo más importante, no se puede enseñar, depende de la intuición del alumno, y para eso no sirve ni siquiera la ayuda de la kasle más avezada.
Ella sí puede instruir en el arte del amor, pero no en el de la pasión, el arte amatorio se transmite, pero la pasión es como provocar un derrumbe en la montaña, hay que saber qué piedras mover para que todas las otras se multipliquen en su caída, arrastrándolo todo. Y eso, además de ser peligroso, está mal visto en nuestro pueblo, y también prohibido. El beso también está prohibido, aunque en ocasiones la kasle enseña a besar por puro placer, ya que ellas también suelen ser dañinas en su educación, en pequeñas dosis. Es que el alumno demasiado correcto -se ha establecido a través de los años- no satisface, sino el que no es como debe ser. El esperado no es el mejor. El mejor es el que encuentra el desvío correcto, e impensado.
Nosotros, los amantes, debemos movernos dentro del límite del placer y del sexo, mientras que el amor, al inducir a confusión, suele ser condenado socialmente, pero finalmente tolerado, ya que es algo que cada tanto sucede, un error que las mujeres toleran en secreto.
José Ioskyn (La Plata, 1962), "Bajo tierra". En El mundo después. Paradiso. Buenos Aires. 2013.
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