Literatura
Latinoamericana I/ Cátedra Colombi/ 2011/ Universidad de Buenos
Aires.
Analice la construcción del
espacio (rural, doméstico, natural) en María
de Jorge Isaacs.
Comenzaremos
describiendo la configuración del espacio natural en la novela. Esto se debe a
que consideramos que es el espacio que mayor presencia tiene a lo largo del
texto. Con posterioridad, puntualizaremos algunos detalles acerca del ámbito
doméstico, focalizado en torno a la casa y sus adyacencias.
La asociación naturaleza y virtud es un tópico que aparece con
frecuencia en las novelas Atala de
François-René de Chateaubriand y Pablo y
Virginia de Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre, ambas de considerable
influencia en Jorge Isaacs. La idea remite al concepto de la “bondad natural”
de Rousseau.
Ya desde las primeras líneas tenemos un adelanto de lo que luego será la
avasallante presencia de la naturaleza, que parece acompasar la partida de ese
niño que deja la hacienda familiar:
“Las pisadas de nuestros caballos en el sendero
guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Sabaletas, cuyas vegas
quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a
una de las colinas de la vereda en las que solían divisarse desde la casa
viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres
queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del
aposento de mi madre.”[1]
Esta idea de “bondad natural” influye en cómo se construyen los
personajes en María, cuyas virtudes
se ponen de relieve. Podríamos afirmar que hay una mirada idealizada del “buen
salvaje”, esto es, de todos aquellos que no forman parte del núcleo familiar:
los montañeses, los negros y los sirvientes. Cuando Efraín está llegando a la
casa espera reencontrar amigos y “gente virtuosa” que hacía tiempo no veía. Esto
refuerza el ideal sentimental de que los habitantes del ambiente rural son
seres virtuosos, llenos de bondad. Isaacs parece decirnos que no hay nada
amenazante en los vínculos interpersonales. Ejemplo de ello son José y su
familia que funcionan un poco a la manera de una familia extendida de Efraín.
En la visita a su casa, las hijas de José se muestran cohibidas ante el
visitante:
“Me hablaban con suma timidez; y su padre fue quien,
notando eso, las animó diciéndoles: «¿Acaso no es el mismo niño Efraín, porque
venga del colegio sabio y ya mozo?». Entonces se hicieron más joviales y
risueñas: nos enlazaban amistosamente los recuerdos de los juegos infantiles,
poderosos en la imaginación de los poetas y de las mujeres. Con la vejez la
fisonomía de José había ganado mucho: aunque no se dejaba la barba, su faz
tenía algo de bíblico, como casi todas las de los ancianos de buenas costumbres
del país donde nació (…) Luisa, su mujer, más feliz que él en la lucha con los
años, conservaba en el vestir algo de la manera antioqueña, y su constante
jovialidad dejaba comprender que estaba contenta con su suerte.”[2]
Líneas más adelante Efraín describe el interior de la vivienda donde
todo es bueno y bello, rústico pero cómodo, sencillo pero limpio, etc.
Las flores constituyen un elemento que cobra importancia simbólica:
siempre están mediando en los diálogos entre Efraín y María, como mensajes de
su amor ya sea a través del arreglo de flores frescas para el cuarto de él,
como mediante las flores secas que se envían junto con la correspondencia. Este
tópico de la novela romántica establece entre los jóvenes enamorados un código,
una garantía de amor, un pacto.[3]
La relación hombre-naturaleza llega a su clímax cuando
Isaacs hace hablar a distintos elementos naturales a los que se describe como
portadores de mensajes. El ave negra que entra en el cuarto de María es un
ejemplo de esto:
“Abrimos la puerta, y vimos posada sobre una de las
hojas de la ventana, que agitaba el viento, un ave negra y de tamaño como el de
una paloma muy grande: dio un chillido que no había oído nunca; pareció
encandilarse un momento con la luz que yo tenía en la mano, y la apagó pasando
sobre nuestras cabezas a tiempo que íbamos a huir espantadas.”[4]
Esta aparición coincide con el momento en que Efraín y
su padre leen “la carta malhadada”, por lo que se lo ve como un mal augurio, un
presagio funesto. El narrador dice que el ave negra era la misma que le “había azotado las sienes durante la
tempestad de la noche en que a María le repitió el acceso”.[5]
Lo natural como tema realiza dos movimientos: entra a
la casa a través de aromas, ramas, flores, la cabeza del tigre que traen de la
partida de caza, y a su vez llama hacia afuera la atención del observador. No
se puede eludir. Según Colombi: “La casa
es un mirador”[6]
desde el que se construye el paisaje: “Al
frente de mi ventana, los rosales y los follajes de los árboles del huerto
parecían temer las primeras brisas que vendrían a derramar el rocío que
brillaba en sus hojas y flores. Todo me pareció triste.”[7]
La naturaleza aparece estetizada, plena de connotaciones placenteras,
agradables. De acuerdo con Seymour Menton:
“La naturaleza tiene un gran valor artístico en sí
pero también sirve para reflejar los altibajos sentimentales del narrador, al
estilo romántico. Las descripciones poéticas de las montañas, los árboles, los
ríos, las flores y los pájaros han
contribuido a inmortalizar la geografía del Valle del Cauca y de la ruta
fluvial desde Buenaventura”.[8]
La ciudad casi no es mencionada, y cuando eso ocurre está claramente en
desventaja con respecto a su par opuesto, el campo. Algo de lo que se perdió en
la ciudad aún se conserva en el campo -parece decirnos Isaacs-, que se
configura como ese locus amoenus
bello, sombreado, con connotaciones de Edén, donde el hombre es uno con la
naturaleza. La hacienda de la familia de Efraín se llama, justamente, “El Paraíso”.
Presente en muchos momentos a lo largo del relato, la idea de un “paraíso
perdido” ha sido ampliamente estudiada por la crítica.[9]
Las alusiones a la ciudad se dan en forma metonímica a través del
personaje de Carlos, de quien Emidgio se burla: “¿Me crees que no va a bañarse al río cuando el sol está fuerte, y que
si o le ensilla el caballo no monta? ¡Todo por no ponerse moreno y no
ensuciarse las manos!”[10]
Una vez transcurridos los años de educación, Efraín vuelve a la
hacienda. La narración realiza uno de los pocos cruces en todo el texto entre
campo y ciudad:
“Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en
la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos,
tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno
de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes
de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los
dieciocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace
enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras
sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra
voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no
pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria
horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa
mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que
remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal.”[11]
El canto de las mujeres de la ciudad es para Efraín algo destinado a “el
vulgo”. La verdadera belleza reside en la naturaleza del Cauca, capaz de hacer
enmudecer a quien la contempla, más allá de lo que cualquier mujer –excepto
María- podría lograr.
Hacia el final de la novela, cuando Efraín regresa al Valle del Cauca en
una embarcación de bogas, el modo en que la naturaleza es descripta cambia de
un modo abrupto. La mirada del protagonista se hace más precisa respecto a los más
mínimos detalles que observa. Realiza así un registro casi naturalista de
plantas, animales y conductas:
“De allí para adelante las selvas de las riberas
fueron ganando en majestad y galanura: los grupos de palmeras se hicieron más
frecuentes: veíase la pambil de recta columna manchada de púrpura; la mil-pesos
frondosa brindando en sus raíces el delicioso fruto; la chontadura y la gualte;
distinguiéndose entre todas la naidí de flexible tallo e inquieto plumaje, por
un no sé qué de coqueto y virginal que recuerda talles seductores y esquivos.
Las más con sus racimos medio defendidos aún por la concha que los había
abrigado, todas con penachos color de oro, parecían con sus rumores dar la
bienvenida a un amigo no olvidado. Pero aún faltaban allí las bejucadas de
rojos festones, las trepadoras de frágiles y lindas flores, las sedosas larvas
y los aterciopelados musgos de los peñascos. El naguare y el piáunde, como
reyes de la selva, empinaban sus copas sobre ella para divisar algo más
grandioso que el desierto: la mar lejana.”[12]
El vasto vocabulario utilizado parece suscribir al procedimiento habitual
en la literatura de viajes de hacer notar que se sabe de qué se está hablando.
Para eso, un buen recurso consistía en citar nombres de fauna y flora de los
lugares visitados.
Según la opinión de Beatriz Colombi, en Efraín, personaje que motoriza
la acción, hay una ambigüedad[13].
Por una parte, lo vemos casi como un ser sin voluntad, dada su obediencia al
mandato paterno y, por otra, es el personaje más activo de la novela. Es él el
que viaja, se mueve y atraviesa los diferentes lugares: Bogotá, Londres, el Valle
del Cauca. Es el personaje encargado de enhebrar los distintos escenarios
propuestos por Isaacs.
Otro de los espacios preponderantes en María lo constituye la casa familiar, donde transcurren buena parte
de las escenas de la novela. Ya desde las primeras líneas aparece mencionada: “Era yo niño aún cuando me alejaron de la
casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor
Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel
tiempo.”[14]
En el espacio doméstico existen distintos cuartos en los que transcurre
la acción: el oratorio, el costurero y el salón-comedor. Básicamente asociados
a ideas de quietud, orar, coser y conversar, estos cuartos posibilitan
encuentros furtivos entre Efraín y María (siempre mediados por una hermana o la
madre), reuniones familiares y con amigos, evocan los recuerdos del
protagonista, etc.
María aparece como fundida con la casa. Por lo general no se mueve, simplemente
está allí, en el limbo femenino de flores, rezos y costura. Y espera. Las
mujeres se quedan en casa, parece decirnos Isaacs. El que se mueve es Efraín,
el hombre, aunque sólo mediante la autorización paterna, para irse o
permanecer. La casa y su entorno próximo aparecen “extrañadas”, en el especial
sentido que le adjudica el formalista ruso Victor Shklovski al procedimiento de
la ostranenie. Esta palabra, cuyos
varias acepciones hablan de singularización, extrañamiento, desfamiliarización,
tiene que ver con la desautomatización de la percepción. Quien hace posible que
la casa familiar sea vista por el lector de un modo singular es Efraín. Él, que
pudo ver otros paisajes, en lugar de hacer el consabido relato de viaje, aplica
sobre la casa natal la mirada del viajero, de sorpresa y descubrimiento que
sorprendiéndolo, sorprende a su vez al lector.
El espacio de la casa es privilegiado por varios motivos: es la casa a
la que se vuelve, la casa familiar, la que conserva los recuerdos de infancia y
primeros años, la que se evoca cuando se está lejos y que siempre guarda un
espacio paralelo, íntimo, en el interior de cada uno, que va mucho más allá de
la existencia de la casa como ente físico. En la cita de Bachelard hecha por
Beatriz Colombi: “La casa natal está físicamente inscripta en nosotros”.[15]
La mirada del narrador-Efraín es la mirada de un
viajero romántico. Siempre está enamorado, extasiado frente a esa naturaleza.
En María lo familiar se vuelve
exótico en virtud de esta mirada. La naturaleza nunca está dada sino que es
vista por Efraín como generadora de un entusiasmo constante, como si fuera
vista por primera vez. Esa propiedad de “mirar con ojos ajenos lo que es
propio”[16]
es la que construye la mirada de Efraín.
Por lo dicho hasta aquí, podríamos pensar que, de
todos los espacios presentados en María,
la omnipresencia de la naturaleza la convierte casi en un personaje más.
Modulaciones del sujeto lírico en Versos sencillos de José Martí.
Los temas que recorren los Versos sencillos son la traición, el heroísmo, Cuba, la esclavitud.
Otro tema recurrente, bajo una u otra forma, es la mujer. Son numerosos los
poemas cuyo centro es la figura femenina, en una gran medida se trata de amores
frustrados o problemáticos, con lo cual la mirada es desesperanzada. Los
primeros poemas, en especial, son de autodefinición del sujeto lírico.
El contexto de escritura de este poemario nos muestra
a un Martí enfermo y desalentado con respecto al destino de Cuba. Esto aparece
comentado en el prólogo a la obra, en el que afirma: “Me echó el médico al
monte”[17]. En
estas líneas subyace la oposición campo-ciudad, donde esta última representa el
tópico de la “virtud rural” y la primera el lugar donde el hombre se enferma:
“… corrían arroyos, y se cerraban las nubes (…) A veces ruge el mar, y revienta
la ola, en la noche negra, contra las rocas del castillo ensangrentado: a veces
susurra la abeja, merodeando entre las flores.”[18]
Profundamente sugerente resulta la inclusión de ese
“castillo ensangrentado” en el medio de otras imágenes esperables en una
geografía de monte.
En el prólogo, Martí se pregunta por qué se publica
esa “sencillez”, versos “escritos como jugando”, en lugar de sus Versos libres,
esos “endecasílabos hirsutos”. Hacia el final de las palabras liminares encontramos
que se contesta: “… porque amo la sencillez, y creo en la necesidad de poner el
sentimiento en formas llanas y sinceras”.[19]
Formas sinceras, de eso no tenemos dudas… ahora acerca
de esa supuesta sencillez, al avanzar la lectura veremos que difícilmente pueda
considerarse como tal debido al nivel de ajuste profundo de sus versos, así
como también de la economía de lenguaje y certero uso del metro.
Estos Versos
Sencillos no son para nada sencillos. Martí eligió como forma el popular
octosílabo, que contribuye a que los versos tengan una oralidad que los vuelve
fáciles de memorizar, lo que no cancela que contengan un significado a veces
críptico. El metro octosílabo se forma en estrofas de cuatro versos llamadas
“redondillas”, con una rigurosa rima: se puede rimar el primer verso con el
cuarto y el segundo con el tercero; o bien el primero con el tercero y el
segundo con el cuarto.
Es preciso mencionar la profunda influencia en Martí del
poeta Ralph Waldo Emerson. Éste, de acuerdo a la filosofía del Trascendentalismo,
urgía a que cada individuo buscara “una relación original con el universo”. El
Trascendentalismo fue un movimiento filosófico estadounidense de la primera
mitad del XIX que pregonaba que existe una realidad más allá de los sentidos y
la razón. Emerson en su Ensayo sobre la Naturaleza afirma
que la verdadera independencia del individuo se consigue con la intuición y la
observación directa de las leyes de la naturaleza. En contacto con la
naturaleza, haciendo uso de la intuición y la observación, el hombre es capaz
de entrar en contacto con la energía cósmica.[20]
Esta exaltación del hombre en comunión armónica con la
naturaleza era algo grabado a fuego en Martí y potenciado en la idea de lo
natural como fuente de sabiduría. Esta insistencia de Martí en el tópico podría
verse como su esperanza de cierta recuperación de la sociedad a través de lo
natural. En consonancia con Emerson, que creía en un Adán americano, en un
hombre nuevo que guarda relación con el “hombre natural” de Martí, que podría
renovar la cultura americana.
Estos Versos
Sencillos, publicados en años críticos para Martí, de gran desaliento, como
destaca en el prólogo, por los temores respecto al destino de su país,
conforman la última obra que publica, por lo cual se la considera una suerte de
legado. Sumado a esto, la figura de la muerte aparece en varias menciones en el
conjunto de poemas, como es el caso de los primeros y muy famosos versos:
Yo soy un
hombre sincero/ de donde crece la palma,/ y antes de morirme quiero/ echar mis versos
del alma.
“Yo soy un
hombre sincero”, el yo lírico se autodefine como sincero, cuenta que vive
en un entorno natural, “de donde crece la
palma”, a la vez que señala su procedencia que, aunque sin especificarla,
imaginamos que tiene que ver con un lugar caribeño por la alusión a la palma. “Echar mis versos del alma”, esta forma
popular contiene cierta de idea de cantor, de un hacedor de versos que no puede
no compartirlos con los demás. A la vez, enuncia la razón de ser que abre el
poemario: “Y antes de morirme quiero/
echar mis versos del alma”. Quizás en estos versos se hayan basado algunos
estudios que hablan del carácter testamentario de la obra.
En las cuatro primeras estrofas se observa la figura
de la anáfora en la palabra “yo”: “Yo
soy”, “Yo vengo”, “Yo sé”, “Yo he visto”. Más adelante, esto se repetirá en
las estrofas 12, 13, 14 y 17: “Yo he
visto”, “Yo sé bien”, “Yo he puesto” y “Yo
sé”. Los modos de conocimiento a los que accede el sujeto lírico están
marcados por la itinerancia: ser, venir, saber, ver. En la inmensa mayoría de
los poemas -35 sobre 46 del total- está presente la palabra “yo”.
En la segunda estrofa el yo lírico se presenta
desplazado: “Yo vengo de todas partes,/ Y
hacia todas partes voy:/ Arte soy entre las artes,/ En los montes, monte soy.” Inmediatamente
después de haber aclarado su procedencia, “de
donde viene la palma”, anuncia a la vez el desarraigo y cierto
universalismo: “hacia todas partes voy”,
en un juego de especialidad notable que veremos se acentúa a medida que nos
adentramos en el poemario, con menciones a México, España, Cuba y Guatemala. En el tercer verso de esa estrofa, “arte” se opone a “monte”, en una nueva oposición entre naturaleza y ciudad.
Como se dijo anteriormente, aquí se expone el espacio
del saber: “Yo sé los nombres extraños/ de
las yerbas y las flores,/ y de mortales engaños,/ y de sublimes dolores”. La
observación de la naturaleza está mediada por los saberes que da el paso del
tiempo.
El yo enunciador presenta escenas de su vida de un
modo fragmentario y enigmático: “Rápida,
como un reflejo,/ dos veces vi el alma, dos:/ cuando murió el pobre viejo,/
Cuando ella me dijo adiós.// Temblé una vez –en la reja,/ a la entrada de la
viña-,/ cuando la bárbara abeja,/ picó en la frente a mi niña.” El sentido
queda aquí lo suficientemente abierto como para que cada lector pueda adherirle
los símbolos que se le ocurran.
La última estrofa: “Callo, y entiendo, y me quito/ la pompa del rimador:/ cuelgo de un
árbol marchito/ mi muceta de doctor”. Esta mención al chaleco de un doctor
está en consonancia con el comienzo, donde enuncia la sinceridad, y con el
prólogo, donde alaba la sencillez. El yo lírico se despoja de lo artificioso y
erudito, y luego de haber “echado sus versos” calla.
Si bien es ineludible preguntarse cuánto de
autobiográfico hay en los Versos
sencillos, de ningún modo podríamos considerar que estos poemas esconden una
actitud confesional. Las escenas narradas adquieren un valor universal gracias
a los procedimientos que les aplica Martí. Uno de los poemas que guardan más
relación con su autobiografía es “La niña de Guatemala”, pero Martí disfraza
detalles y borra las huellas personales.
Podríamos pensar que el sujeto lírico construido por
Martí afirma, como Rimbaud: “Yo es otro”.
Eso le escribió Rimbaud en 1871 a Paul Demeny, en una de sus cartas luego
llamadas Cartas del vidente. Cuando
trazó esa frase que luego sería emblemática, el escritor francés tenía
diecisiete años y abría un camino desconocido para el arte y en particular para
la poesía. El poeta debía dejar de reflejar el mundo y ser un médium. Para
llegar a ser vidente, decía Rimbaud, el iniciado debía practicar una
transformación tal que llegara a un desorden de todos los sentidos: “Digo que hay que ser vidente, hacerse
vidente. El poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado
desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de
locura; busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos (…)”[21]
“Yo es otro” es una de las frases que revolucionaron
la identidad contemporánea. Ese que ya no soy ha dejado de pertenecerme. De eso
podría tratarse la esencia de la experiencia poética. Este fenómeno que Octavio
Paz conceptualizó con el nombre de “otredad”, es similar al de la “inspiración”
romántica. El poeta es tanto “yo” como “el otro”. Lo que antes aparecía como
una unidad, se escinde. En el caso de Rimbaud, esa ambigüedad o desdoblamiento
fue tanto una fuente inagotable de poesía como un modo de vida lleno de
sufrimiento.
Finalmente, podríamos pensar
que el procedimiento martiano de borrado de huellas autobiográficas es el que
posibilita que el poema pueda ser leído en clave universal, permitiendo no sólo
que el texto perviva en el tiempo, sino que un lector anónimo, cualquiera sea
su procedencia geográfica, se inserte en estos Versos sencillos y los haga propios.
Analizar la construcción de la
mujer moderna (“entre los esplendores del fausto, el arte y la civilización”)
en los croquis femeninos de Julián del Casal y en “París-nocturno” de Rubén
Darío.
¿Para qué nombrar algo si no es para
dominarlo? Con esta pregunta introducimos las siguientes notas en torno a las
representaciones femeninas en Julián del Casal y Rubén Darío.
A lo largo de siglos se ha tratado de
aprehender a la mujer, ese ser imposible, bajo las diversas formas de las
miradas masculinas. Se intentó controlarla a través de instituciones, leyes y
representaciones artísticas. En las obras modernistas esto aparece de distintas
maneras. Tanto Julián del Casal como Rubén Darío recrean en sus crónicas a
mujeres vistas en las calles.
El cubano
Julián del Casal (1863-1893) escribió gran cantidad de crónicas para La Habana elegante,
El Fígaro, La discusión, El País, bajo seudónimos como
Alceste, Hernani, Camoes. Sus temas como cronista social eran los bailes,
espectáculos teatrales, tiendas, encuentros sociales, entre otros. La crónica
de “La Derrochadora ”
fue publicada en una primera versión en La Discusión ,
en 1890, y tres años después, en La Habana Elegante.
Este texto comienza:
APENAS
ENTREABRE los párpados, rodeados de violáceas aureolas, bajo el pabellón de
seda roja, flordelisado de oro, que cuelga de la cabecera de su lecho imperial,
donde su cuerpo oculta, entre ondas de encajes, su ligereza nerviosa, su
corrección estatuaria y su blancura de rosa té; espárcese los cabellos por las
espaldas, álzase las hombreras de su camisa y salta rápidamente sobre la alfombra, aplicando el dedo al botón
amarfilado de próximo timbre eléctrico que produce un sonido agudo, lejano,
estremecedor.[22]
Obsevamos
la descripción cargada con copiosos detalles modernistas: el “lecho imperial”,
la “blancura de rosa té” y la “corrección de estatuaria” nos sumerge en la
adjetivada prosa casaliana, interrumpida por el timbre de llamado a la
doncella. Ésta asiste presurosa para realizar las abluciones y afeites a su
señora: envolverla en “su bata de felpa malva”, bañarla para que recupere “las
fuerzas perdidas en sus noches de insomnio”, aplicarle “esencias orientales”,
peinarla, “ceñirle” un traje y enjoyarla hasta transformarla en una deidad. En
este punto observamos las numerosas maniobras de la coquetería femenina. Las
acciones desenvueltas por la doncella recuerdan a una niña jugando con su
muñeca. Pero si bien al parecer esta mujer tiene todo a su disposición, está
muy lejos de hallar contento en alguno de los tratamientos de los que es
depositaria. Antes bien, el hastío la embarga al estilo del spleen baudelairiano:
Esperando el almuerzo, hojea los diarios, dicta órdenes, se
arroja en una butaca, se levanta de seguida, corre a mirarse al espejo y se
sienta a la mesa al fin. Nada lo encuentra a su gusto. Todo le parece insípido,
frío o mal sazonado. Hasta el ramo de flores que acaban de subir del jardín
para colocarlo en un búcaro que se levanta en el centro de la mesa, se le
antoja que está marchito, deshojado, sin olor. Sólo se reanima al tomar el
café.[23]
La mujer
se entrega a una sucesión de acciones maquínicas, vacías, dando esa imagen de
nena caprichosa que fascina a algunos y a otros nos irrita. Entonces sale de
compras. Va a pie, porque el traqueteo de los coches, dice Casal, “excita su
sistema nervioso”.
Dorde
Cuvardic García, en su trabajo acerca de la figura de la paseante femenina en la obra de los
escritores modernistas latinoamericanos, rastrea el uso del término francés flaneuse:
No se utiliza para designar a la mujer
burguesa que callejea sin la compañía de una criada, a la transeúnte que no
está sujeta a las restricciones de movilidad impuestas al sexo femenino en los
espacios públicos. Se utiliza, en cambio, como adjetivo. (…) Mientras que el flâneur masculino despliega un trayecto
urbano libre, ya que puede frecuentar los lugares públicos que desee (bares,
teatros, prostíbulos, etc.), la flaneuse
transita por paseos, grandes almacenes, para exhibir el consumo suntuario que
ha comprado en los más distinguidos comercios de los bulevares públicos.[24]
Una vez
frente a las vidrieras, en cada tienda algo nuevo la tienta y debe comprarlo:
brazaletes, abanicos, un cuadro, una estatua de yeso, una tela…: “Desde
que penetra en un establecimiento siente algo semejante a un vértigo, que la
arrastra de un extremo a otro, le oscurece la razón y le infunde el deseo de
llevarse todo lo que mira, palpa o percibe a su alrededor.”[25]
De acuerdo con Oscar Montero:
Julián del Casal vive y escribe la ciudad
capital donde la fiebre del derroche disfraza la pobreza de las calles y la
angustia del espíritu. Nadie reconoce mejor el atractivo perverso de la ciudad
de la Derrochadora ,
la compradora en una de sus crónicas, ávida de objetos y jamás satisfecha con
sus compras, emblema mismo del vacío existencial del consumo.[26]
El adquirir objetos de
consumo no lleva a este personaje a la satisfacción, algo con lo que muchas
mujeres están reñidas, sino a la locura del consumo y la impulsividad. Según
Montero: “El personaje de la
Derrochadora incorpora, literalmente reúne en un mismo
cuerpo, una alegoría de la economía del consumo y características psicológicas
específicas. La mujer es víctima de una dolencia: “la fiebre del derroche”.[27]
De
acuerdo con la hipótesis de Ariela Schnirmajer, la mujer fatal encarnada en la Salomé de uno de los poemas
de Mi museo ideal deviene en la Derrochadora :
“… ésta representa la quintaescencia del consumo y de la mirada puesta en
la mercancía. Puede haber muchas derrochadoras, ya que éstas como las
mercancías que compra, pierden el aura, pero solo hay una única Salomé.”[28]
La mirada
del cronista hacia la
Derrochadora alternativamente se acerca y aleja. Al final,
parece decirnos Casal, no importa con cuántos bellos objetos intente colmar su
tedio; llegarán pronto los días de vejez, de enfermedad y de muerte, final
natural del ciclo de vida.
A la luz
de nuestras lecturas, podríamos pensar que el cronista siente a la vez aversión
y atracción por lo femenino, lo que aparece tanto en sus prosas como en sus
versos: la mujer es devoradora y castradora o bien angelical y musa. Estas
contradicciones parecen ser parte indisoluble del “eterno masculino”, al que ni
Darío ni Del Casal pudieron sustraerse.
Publicada
en el primer número de Mundial Magazine en mayo de 1911 como un
suplemento con fotografías, la crónica de Rubén Darío “París Nocturno” sale
también con el título “Noches de París” el 23 de mayo del mismo año en La Nación de
Buenos Aires.
El texto podría enmarcarse en los procedimientos de
la prosa poética, género que incorpora matices y tensiones de ambas vertientes.
Según Beatriz Colombi: “…esta forma tiene
un pie en el periódico y el otro en la literatura. Por eso la crónica se mueve
entre “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente” y “lo eterno y lo
inmutable”, las dos vertientes que conforman lo moderno según la conocida
definición de Baudelaire en El pintor de la vida moderna.”[29]
Walter Benjamin tituló a uno de sus estudios
“París, capital del siglo XIX”. En efecto, París era en esos años el foco del
arte, asociado a la vida bohemia, los cafés y restaurantes, todos lugares
privilegiados para el artista de los tiempos modernos. Los escritores fueron
los encargados de agigantar la imagen de la ciudad como meca de bonheur y joie de vivre. Uno de los lugares que menciona Darío en su crónica
es el cabaret parisino: “Si se es el extranjero recién llegado con
cheque u oro en el bolsillo, entran en esos establecimientos relucientes de
orfebrería y adornados de espaldas bellas”.[30] Nos
enteramos cómo en el Molino Rojo las prostitutas bailan distintos ritmos
–inclusive el “tango argentino”- con acaudalados extranjeros, convirtiendo en
champagne el dinero de los gentleman.
Darío
dedica un pasaje de la crónica a las prostitutas. Incluidas en “un ambiente en que la palabra pudor no tiene
significado alguno (…) las mujeres de amor que se cotizan altamente se ejercen
en su tradicional oficio de desplumar al pichón”, pero el pichón desplumado
puede ser un azucarero francés o alguien que viene de lejanas tierras ya que si
bien el rastacuerismo está en decadencia, siempre hay alguien que mantiene la
tradición. El término empleado, rastacuerismo, según Beatriz Colombi significa
“español de América (…) una categoría que
inventa el etnocentrismo para denostar al “otro” que se asimila, que quiere
parecérsele, pero que sólo consigue ser su remedo”.[31]
Como
afirma Julio Ramos: “Acaso ninguna figura
social de la época encarne el “peligro” de la ciudad proletarizada como la prostituta.
(…) la prostituta representa la intervención del mercado en la zonas más
protegidas del interior.”
De
algún modo similares al personaje casaliano de la Derrochadora , las parisinas
descriptas por Darío parecen generar atracción y rechazo a la vez:
“…
la parisiense pone en la capital del goce su inconfundible, su singular, su
poderosísimo hechizo, de manera que los reyes de otras partes, reyes de
pueblos, de minas, de algodones, de aceites o de dólares, a su presencia se
convierten en esclavos, esclavos de sus caprichos, de sus locuras, de sus
miradas, de sus sonrisas, de su manera de andar, de su manera de hablar, de su
manera de recogerse la falda, de comer una fruta, de oler una flor, de tomar
una copa de champaña, de oficiar en fin como la más exquisita sacerdotisa de la
diosa “hija de la onda amarga”, patrona de la ciudad de las Ciudades, y cuyos
devotos y peregrinos habitan todos los países de la tierra.”[32]
Las mujeres vistas por ambos cronistas se muestran frívolas,
licenciosas, gastadoras de dinero. Si bien se advierte la construcción de una
feminidad acechante, resulta interesante preguntarnos por qué se sentían tan
amenazados los varones modernistas.[33] Guiándonos
por Oscar Montero, distinto sería el caso de Julián del Casal. Según su audaz mirada, la Derrochadora podría
prefigurar con su dolencia la figura del homosexual marginado y sufriente.
Inmediatamente después de la escena del
cabaret, Darío hace referencia a la mercantilización del arte. No es casual el
cambio de tema, que podría tratarse del artista proyectando algunas de las
condiciones de posibilidad de su propia práctica. Como dice Julio Ramos: “… ¿no es la crónica, precisamente, una
incorporación del arte al mercado, a la emergente industria cultural? ¿Y no era
la mercantilización, según el idealismo profesado por muchos modernistas, una
forma de prostitución?”[34]
Esto quizás pueda echar esclarecer de
qué se trata la sensación de decepción profunda que corona esta crónica, a la que
nos referiremos a continuación.
No lejos del derroche de luz y encanto
femenino asistimos a la otra cara de ese París nocturno: barrios peligrosos y
calles sospechosas donde impera el “vicio
sórdido”, la “miseria semidorada”
y la “caricia que concluye en robo”.[35]
Pero los “felices” no advierten esa
sordidez. El extranjero, dice Darío “… ha
venido con la visión, con el ensueño de un París nocturno, único y maravilloso
(…) sabe que con el oro todo se consigue…”
Se trata del “tópico del desengaño”[36]: esa
oscuridad no pasa desapercibida para el cronista. Éste busca irse, fugarse, dar
cuenta de lo visto para cumplir con el encargo del periódico pero no permanecer
demasiado tiempo en esa ciudad contaminada por otros valores, los del naciente
capitalismo, que ha desplazado a aquellos que le eran propios. Hacia el final,
Darío nos deja la imagen de una ciudad atravesada por los signos del
capitalismo norteamericano y la desigualdad. Las peripatéticas se retiran a sus
cuartos, el champán se ha terminado y la música agoniza. Como en un cruce de
obras, podríamos imaginarnos que la escena cierra con el personaje de la Derrochadora
mofándose: “¡Infelices! ¿Todavía creéis
en eso?”[37]
Telón.
Bibliografía citada
·
Colombi, Beatriz.
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1997, II. http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/numeros/numero-4/articulos/09-colombi
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s/d Cartas del vidente.
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Schnirmajer,
Ariela. Clase
4/11/11 Literatura Latinoamericana I. UBA. Apuntes personales.
Bibliografía consultada
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Beatriz. “Parisiana. Viaje y neurosis”, en Viaje intelectual, s/d.
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Del
Casal, Julián. Páginas de vida. Poesía y prosa, Caracas, Ayacucho, 2007
(selección).
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Habana , Edición del Centenario, Consejo Nacional de Cultura,
1963. (Selección)
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[24] García Dorde Cuvardic, La reflexión sobre el flâneur y la flanerie en los escritores
modernistas latinoamericanos.
[37] Ibídem 26
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