Jamaica Delila, cómo te deseo; tu olor una levadura limpia, un yogur del alma blanco y fermentado. A Raymond le alegraría decirme que me hiciste la cama. Diría que alguien tenía que joderse, alguien tenía que caer, alguien tenía que hacer penitencia en esta jaula de lujo, y yo fui el imbécil que se tragó la píldora. Pero Raymond nunca se acostó contigo en la bañera (¿Qué?, decías, ¿Raymond, ese jorobado melancólico?), burbujas y olitas abofeteando los costados de porcelana, flores de jabón blancas en tus pómulos altos y mongoles, tus ojos rasgados y lavanda sombreados por el verde pálido de una magulladura joven, tus labios articulando un Oh celestial de sorpresa.
Tarde en la noche pienso en darte una paliza. Doblo el puño y lo aprieto hasta que el dolor me hace cosquillas. Cuando caías de espalda en la cama tu pelo se abría como plumas. Te proyecto una y otra vez en mi cabeza hasta que caes tan despacio que pasan horas mientras alzas las manos para cubrirte la cara, las yemas de tus dedos rosas y redondeadas. Leo las líneas de tus palmas iluminadas por el resplandor de la lámpara. Mantuve el dormitorio en penumbras durante semanas para que cuando caminaras hacia mí la pantalla inclinada de la lámpara te arrojara un fulgor ocre en el estómago. Pero antes de eso me quedaba mirándote; te sentabas en la silla, fumando y mirando la calle. Usabas esas camisas de varón, como las que yo llevaba en la escuela a los trece años, abotonadas, con faldones largos y mangas con puños. O esas camisas de hilo, rojas y verdes, con el pequeño cocodrilo cosido en el pecho. Camisas de golfista. Pienso en tus ropas, en tu olor a detergente y agua tibia, en quitártelas en la oscuridad. Tus entrañas eran musculosas, apremiantes; era como luchar bajo el agua. Te gustaba que te abrazaran largo tiempo con la ropa puesta, que nos manoseáramos en la cama como adolescentes en un parque a oscuras con toda la noche por delante. Eras flaca y parecías una nena con ropas de varón.
(…)
Jamaica, en salud y enfermedad. Estaba enfermo el día que me encontraste, había llegado a Filadelfia escapando de la ley por un pelo después de saldar cuentas con un tipo grasiento y decir adiós a unas menores de edad en Florida. Te convidé unos tragos en ese bar junto a la escalera del inquilinato, y te seguí afuera, te metí por la puerta verde y descascarada del edificio, quería sacarme de la cabeza hinchada esos dos días de autobús y esa semana en el sur, golpearla, triturarla o eyacularla. Te toqué las piernas y te tanteé las ropas, pensé que por tu facha, tu andar, si me apretaba contra ti y empujaba me responderías. Sabía que no gritarías. Alargaste la mano y me bajaste el cierre, las llaves en la mano, los dedos tibios y sorprendentes en mis testículos, fuertes, y me tocaste con el metal frío, apretándome; se me cortó el aliento y volvió con un filo acelerado. Dijiste que me apartara y te siguiera arriba. Cuando me sacaste esas llaves para abrir la puerta te habría roto la cara. Jamaica Delila. Más tarde te sonsaqué el nombre; oírlo fue como caer en la jungla que mi madre sólo soñaba con esos cuentos de bungalows apretados entre las piernas. Jamaica: no era cosa de todos los días.
Jayne Anne Phillips (Buckhannon, West Virginia, 1952), Viaje negro. Click acá para escucharlo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario