Crítica de El arte de caer, de Griselda García, por Jorge S. Perednik
“Como muestra basta un batón”. Si esto es cierto para cualquier producción seriada, entre ellas la de batones, concediendo que una muestra es el anuncio de un conjunto de objetos semejantes, y la garantía de que el conocimiento de uno solo de ellos puede reemplazar al de la serie toda, en el caso de los objetos no seriados la lógica de la muestra no funciona. Un poema no puede servir de muestra nunca porque no se muestra más que a sí mismo y mostrándose no puede garantizar ni siquiera el conocimiento de sus versos –mucho menos el de otros poemas. No obstante, aun en el poema más singular, en el que más resiste a formar parte de una serie, hay algo que sí necesita de una serie, su posible significado. En El arte de caer, de Griselda García, hay una serie y una posible dirección de sentido que merecen ser reproducidos y recordados –y el recuerdo tiene que ver etimológicamente con el corazón–, al menos por el riesgo de su decir de mujer. Este decir incluye una particular posición femenina respecto de la relación sexual y luego un particular ánimo y modo de exponerla en un poema, esto es, una manera de animarse a construir un personaje de mujer que, por lo que hasta ahora uno conoce, abre un nuevo rumbo en la poesía local. Cito, esto es, muestro una parte, para empezar el primer verso del libro:
Esta noche me subo a cualquier auto
El desconocimiento del auto al que pretende subirse la protagonista sugiere el conocimiento de las propias expectativas, que pasan por la predisposición a abordar ese auto hipotético, pero a la vez desconocimientos de todo tipo. Ellos abren la incursión en una aventura que se sabe dónde empieza pero no dónde termina, un viaje en un auto desconocido con un desconocido hacia algún lugar desconocido, pero también abren una aventura paralela, en el terreno del decir, que bien podría resultar en la definición de una poética. Con el correr de los versos, hay invitaciones a beber, presencia de marineros, tendidas de cama, correas que se hunden más en la carne; finalmente llegan estas declaraciones en la última estrofa: Y sufro el orgasmo / Y gozo el dolor / Y me hundo más y más / Mientras rezo porque alguien llegue a tiempo / a rescatarme de mí. (pp. 7-8). Parcialmente esto se repite en otro poema: Aunque pongas tu cara más inocente / al hacer dedo / sólo se detienen los peores autos. / Subo a la serpiente / y siento calma porque no siento alivio. (p. 15). La aventura va rumbo a lo desconocido pero la relación que se busca en ella tiene una dirección que los versos hacen explícita. Quizá menos explícita sea la figura de la sinestesia psíquica como clave de esa dirección, bajo la fórmula de una contradicción que no es más que aparente: sufrir el orgasmo, gozar el dolor, sentir calma al no sentir alivio.
La poética del sí (me subo a cualquier auto, digo sí a cualquiera) afirma y defiende una negación del no rotunda:
aquí llega el tren del NO
yo no me subo (p. 10)
Y consecuentemente llega la operación contraria al subir:
bajame el cierre, yo me saco la peluca
pero por qué todo es tan kitsch,
sí, ya sé que estoy poseída,
pero qué descortés de tu parte
mostrarte indiferente, amor. (p. 17)
¿Qué hay de los sueños? En el poema consiguen su realización absoluta, sólo que por caminos imprevisibles:
Sueño a un maorí
peinándose los bigotes[...]
Sueño combates en aceite con hombres
a los que nunca se les para (p. 27)
En otra variación sobre el “pararse”,
parado tímidamente ante el triángulo púbico
jinetes en cojinetes trajinados[...]
desatan una alegría de fiesta
y parten a la conquista del himen (p. 13)
Inmediatamente después la pequeña gran sorpresa:
gracias por no tutearme
estamos desnudos
pero tampoco hay tanta confianza (p. 14)
La relación con el desconocimiento impide toda confianza posterior a una primera, imprescindible: la que permite disponerse a la aventura. Notablemente esta situación propia de una historia personal es también una situación poéticamente favorable: la primera confianza permite emprender la lectura de un poema, pero después, a menos que se mantenga una relación de desconfianza, la lectura se vuelve repetición de uno mismo trasladada al texto, esto es, puro prejuicio. El arte de caer, en este sentido, es un arte del desprejuicio:
horas en que los clítoris se abren / como mariposas tardías. (p.31)
un frío de cagarse con una minifalda por acá / el degenerado está atrás mío (p.29)
No le des la espalda a hombres hablando en otro idioma (p.35)
En los últimos versos queda dicho que la aventura es indecible, que el poema es indecible salvo mediante sí mismo:
En este punto del recorrido lo indecible / se les encoge adentro / como una delicada serpiente de coral. // Muerte por contacto / no se muevan / muerte por contacto. (p.35)
Nosotras, las lectoras, tenemos mucho que escuchar de esta voz, mucho que aprehender, y nosotros, los lectores, tenemos mucho que aprehender de esta voz, mucho que escuchar. Durante siglos se exigió como condición de maestría que en todos los libros de un poeta circule la misma voz; ahora, desde hace un tiempo, en este libro de poemas como en otros de tantos autores hay muchas voces. Estos párrafos se concentran sólo en una de entre esa multitud, no por elegir la política de la muestra, no por ocultar o reducir, sino con la intención de arriesgar una apuesta, un pronóstico respecto de una obra, esto es, la imprecación de un futuro. En El arte de caer se puede leer, en arte, un anagrama de trae, y en caer, un anagrama de crea. El arte de caer trae y crea una voz distinta en la poesía argentina, trae y crea la expectativa de que nuevos poemas vendrán, dirán, seguirán (trayendo y creando). ¿Puedo sacarme el sombrero, saludar con una reverencia a Griselda, corresponder a la poeta que supo sacarse el batón en la poesía argentina?
Jorge S. Perednik
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