Diego Muzzio, tres poemas de Hieronymus Bosch





Malleus Maleficarum


Tampoco hay que encerrar demonios en un frasco
si se desea librarse del brazo secular.
Nicolau Eimeric
Manual de los Inquisidores


Cómo me gustaría mirar viejas películas para siempre,
los dos en la cama, bajo mantas amarillas, con grandes
tazas de café y el invierno tejiendo su escarcha entre
techos y torres como una inmensa araña blanca.
Pero la Fama, abandonando su palacio de bronce sonoro,
reclama mi presencia en los estrados de Rialto, o lejos
en Monte Spinato, o aún más lejos en Blakulla, y debo atender
a mis asuntos porque, amor: estamos perdiendo la perspectiva.
Estamos perdiendo la partida de ajedrez contra la sombra.
Cuando salgo a caminar y me demoro en algún bar y
oigo los postreros saxos del desmembramiento
o mientras espero al gondolieri que me lleve
a la otra orilla del Canale della Misericordia:
si tus ojos vieran lo que ven mis ojos, entonces, amor,
debería excomulgarte, colgarte de tu pelo rojo,
hundir tu pulmón de oro en el pájaro de sangre de la lluvia.
Ayer a la mañana: ¿no estábamos de buen humor?
¿No reíamos y retozábamos entre las reliquias,
no pesaba yo tus senos como dos cabezas
de gemelos que salieran de tu tórax, no buscaba,
tembloroso, orando por las dudas, el tercer pezón
que alimenta los rebaños de espíritus inmundos?
Pero hoy estás tan triste... El biper no deja de sonar,
mientras tus manos ordenan, amorosas, los instrumentos
en la maleta de terciopelo negro, regalo del Dux
en reconocimiento a la quema de brujas en Bolonia.
Tengo dos entradas para el cine. Esa es la sorpresa.
Y reservas para un largo viaje más allá de los canales,
más allá de San Michele y el regno della morte gente.
Amor: no te aflijas. Nuestras acciones suben sin cesar
en los cofres de la Jerusalén celeste. Somos inmortales.
Y estamos en el mejor momento de nuestras vidas.



Los iluminadores


Apenas unas monedas por su sexta crucifixión
pintada en el margen de una Biblia in octavo;
una semana sembrando sangre de su Salvador,
sentado sobre el sometido semen susurrante
y cuando el dueño del libro, un sastre holandés,
examinó el trabajo e inquirió por el sentido
del ciervo que huía en un bosque a la izquierda de la cruz,
él sólo se encogió de hombros, sin siquiera responder.
Aquel holandés pagó por el privilegio de una inmóvil
escena incrustada en la escritura, y yo pago
una entrada para el cine. En la oscuridad me guía
un hombre con linterna; el haz de luz cae sobre la butaca,
rayo de sol sobre un tronco calcinado, 
y me hundo en la húmeda pelambre de penumbra
como un joven animal perseguido y aterrado.
Hay precedentes, una tradición lícita, contar una cosa cuando
tu canción significa otra...; por mi parte, no puedo dar cuenta
de la larga manada de palabras que mana en la mañana,
pero puedo huir al abrigo de los árboles
masticar el hueso del agua de la duda,
puedo entrar a cualquier cine con el único propósito
de que alguien ilumine brevemente mi camino.
En la pantalla, Jesús recorre las habitaciones de un hotel:
se inclina ante cada orgía como a punto de beber
y las manos agujereadas juegan con oscuros genitales
mientras un enjambre de ángeles clavan su sexo en una tabla.
El pintor sale a la nieve. En el bosque brama un ciervo
y él, manoseando la bolsa de monedas,
se dirige a una taberna. Allí hay una mujer que,
por una mínima suma, se deja penetrar
sobre el heno del establo. Huele a humo, a sudor
pero ríe siempre y dice que sobre su cuerpo  
un hombre puede entrar montado al Paraíso.



Y el lugar está lleno de espíritus.
                                                                                      Ezra Pound

El valle de Josafat


Y todo aquel año deambulé por casas prestadas
arrastrando ropa sucia, libros, poemas sin concluir,
las manos hundidas en un iceberg, los ojos
fijos en el Valle, Gehenna, la múltiple Maremma,
así me dejé estar durante días en esos cuartos
desconocidos, los descosidos músculos
murmurando humo, humo..., nos hundimos
y el agua helada taladraba la estructura de la pesca,
y estoy completamente solo, mudo como un buzo
en traje de etiqueta, raquítico, inmóvil, soportando
la electrificada corona de espinas del insomnio.
Almas aullaban bajo sirenas de bombardeo, alarma
Deutsche Reichsbahn Deutsche Reichsbahn. SNCF.
Dos gigantescos vagones rusos con la hoz y el martillo
mal tachados. Deutsche Reichsbahn. Luego, Caballo,
8 hombres 40 Tara, Portata: un vagón italiano
avanzando sobre la nieve, cargando mis libros
huesos, zapatos, nueve ediciones de la Divina Comedia
mis medias, las noches que lloramos,
los trípticos de Hieronymus Bosch y, en un rincón,
altas y blancas y con empapados hábitos flotantes,
las cinco monjas ahogadas (7 de diciembre, 1875).
El semen que sembré sobre senos y gusanos,
una visión del mundo del medioevo o quizás
renacentista, lagunas, lenguas, y un obtuso
espíritu que especula aún con el ojo de Dios
sobre cada uno de mis actos, como un padre ausente,
aunque sin duda furioso. Salgo a caminar.
Es de noche. Estas calles son para mí desconocidas.
Pero detrás de las copas de los árboles, la triste
Jerusalén se precipita hacia la ruina. En todo caso
(¿y cómo debo llamarte: Señor, Adonais, Elohim,
Cristo, Eli, Jesús, mi dulce Jesús de la Cruz?):
la tierra que veo ya no se diferencia del infierno.


Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969), Hieronymus Bosch. Ediciones Del Dock. Buenos Aires. 2004.

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