Joseph Brodsky | Marca de agua (fragmento)
A lo largo de estos años, en mis estadías prolongadas y en mis visitas breves, he sido, me parece, feliz y desdichado casi en igual medida. No importa lo uno o lo otro, aunque sólo fuera porque vine aquí no con propósitos románticos sino a trabajar, a terminar un artículo, a traducir, a escribir un par de poemas, siempre que estuviera de suerte; simplemente a ser. Es decir, ni para una luna de miel (lo más cerca que estuve de eso fue muchos años antes, en la isla de Ischia, o también en Siena) ni para un divorcio. Y así salieron las cosas. Felicidad o desdicha simplemente vendrían de acompañantes, aunque a veces se quedaran más tiempo que yo, como si estuvieran a mi servicio. Es una virtud, hace tiempo llegué a esa conclusión, no hacer una comida con nuestra vida emocional. Siempre hay bastante trabajo por hacer, para no mencionar el hecho de que afuera hay suficiente mundo. En últimas, siempre está esta ciudad. Mientras exista, no creo que yo, o si a eso vamos, nadie, pueda ser hipnotizado o cegado por la tragedia romántica. Recuerdo un día —el día en que tenía que irme después de haber pasado un mes solo. Acababa de almorzar, en una pequeña tratoría en la parte más remota de las Fondamente Nuove, pescado a la parrilla y media botella de vino. Con eso adentro, me encaminé al sitio donde estaba alojado, para recoger las maletas y tomar un vaporetto. Caminé un cuarto de milla a lo largo de las Fondamente Nuove, un pequeño punto movedizo de esa acuarela gigante, y luego tomé a la derecha por el hospital de Giovanni e Paolo. El día era caluroso, soleado, el cielo estaba azul y adorable. Y de espaldas a las Fondamente y San Michele, acariciando la pared del hospital, casi frotándola con el hombro izquierdo y parpadeando frente al sol, sentí súbitamente: soy un gato. Un gato que acaba de comer pescado. Si alguien se hubiera dirigido a mí en ese momento, habría maullado. Estaba absolutamente, animalmente feliz. Doce horas después, por supuesto, tras aterrizar en Nueva York, me di con el peor lío posible de mi vida —o uno que así me pareció en ese momento. Pero el gato en mí no se había marchado: de no ser por ese gato, ahora estaría trepando por las paredes de alguna clínica costosa.
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