Blanco (click en el título para ver el corto)
Me muevo en
la cama. La habitación está en penumbras. El ventilador agita el aire. Las
moscas golpean contra el mosquitero. A través de un postigo, un rayo de sol
juega en las paredes a la cal. Es temprano todavía, pero se respira calor.
Mi pelo se
engancha en la cortina de maderitas. Eso era lo que sentía: aroma a uvas. Mi
hermano las funde con azúcar en una cacerola. Le doy un abrazo y me sirve un
té. De chicos prometimos que íbamos a abrazarnos todos los días.
—Estoy
haciendo dulce. Ayer Doña Marta me regaló como siete kilos. Las trajo de la
quinta.
El viento
mueve las hojas. Una de las últimas plantas que compró Javier acaba de
florecer. La Santa Rita necesita agua.
—Algo te da
y algo te quita —digo en voz alta.
—¿Eh?
—La Santa
Rita. Lo decía mamá.
La idea de
un día entero por delante resulta demoledora. Habría que sacar los yuyos,
remover la tierra de los canteros, poner a secar las semillas de los zapallos y
fumigar los jazmines.
—Ya sé,
estás pensando en todo lo que hay que hacer —dice mi hermano.
Sirve más
té, se suena los huesos del cuello y se mira las manos. Veo el cansancio en su
mirada.
—Javi, ¿vas
a ir a comprar turba?
—Primero
quiero remover bien la tierra, así después ya vengo y la cambiamos por la
nueva.
—Mirá que
va a cerrar el vivero.
Deja su
tejido sobre la mesa y la pequeña aguja de crochet resbala y cae bajo la
mesada. Está tejiendo un bolsito de hilo turquesa para mí.
Un pájaro
chilla entre el follaje de las acacias negras y le siguen gritos de otras aves.
El sonido rompe el aire cargado de sol y levanta vuelo una bandada, aleteando
con fuerza.
—Tranquila,
hay tiempo.
Es cierto.
En estos días tenemos luz hasta las ocho, nueve. Me pongo a lavar los platos
que quedaron de anoche. No puedo recordar qué comimos.
—¿Querés
algo del centro? —pregunta. Se puso el sombrero blanco, le da un aspecto
exótico.
—Traete
unas naranjas, así preparo jugo para la tarde.
Dejo los
platos escurriéndose al lado de la pileta. Al rato lo veo aparecer por la
ventana.
—Fijate que
no se me queme el dulce. En cuanto haga el primer hervor, me apagás el fuego.
En el patio
los yuyos crecen por todos lados. La última lluvia los hizo multiplicarse en
variedad. Quizá sean semillas de algún árbol. Javier quiere construir una
pérgola, así que seguro traeremos un gajo de la parra del fondo para acá, hay
que averiguar cómo prende una parra… las hojas van a detener un poco a las
semillas voladoras. Abro la canilla y desenrollo la manguera. Al principio, el
agua sale hirviendo. Los varios metros de goma verde y blanca transmiten el
calor del sol, que comienza a quemarme la espalda.
Las
baldosas mojadas: el eterno verano de la niñez. El viento en el monte, con
sonidos que cambian a cada hora. A la mañana explota burbujeante con las
actividades de sus moradores: crujidos, raspajes, serruchos, golpes, roces,
martilleos, silbidos, aleteos. Hacia la tarde el trajín de las hormigas merma,
la labor sigue en las colmenas, el gorgoteo de los pájaros en las charcas, la
confección del nido del bichofeo, el restregar de las alas de la cigarra, los
perros que rascan la tierra y se echan a la sombra. Por la noche el monte bulle
con la actividad de los nocturnos que casi no producen sonido.
El agua
forma pequeñas lagunas en las depresiones de las baldosas. Bebo un poco y aprovecho
a lavarme. Me enjabono los pies y los brazos. Lavo la ropa que llevo puesta y
la tiendo al sol. Entro desnuda. El mosquitero se cierra con un estruendo.
Cuando escucho el motor de la camioneta, voy hacia la habitación y me pongo un
vestido viejo. Entra Javier con una canasta que le pesa.
—¿Qué tenés
ahí?
Él sonríe y
me muestra las naranjas, pero en la otra mano sostiene un paquete.
—¿Y eso?
¿Qué es?
—Qué
curiosa que sos. De chiquita eras igual.
—Dale, ¿qué
es?
—Tomá,
tomá. Es un regalo.
Rasgo el papel.
En un primer momento parece una remera, pero después quito el envoltorio de
nylon y veo un par de alpargatas. Los regalos me ponen contenta. Javi se agacha
junto a mis pies y me las prueba. Noto su aliento cálido, sus manos fuertes y
ásperas.
—Me quedan
justas, no me aprietan ni nada.
—Ya lo
sabía, ne-ni-ta.
Me pongo de
pie y hago tres pasos de baile. Empiezo a cantar:
Una
viborita, larga y finita, se pasea en mi balcón…
—Uy, me
había olvidado de esa canción. Seguí.
Emocionado
por el recuerdo, por sus ojos pasan chispas.
…todas las
mañanas, fresca y temprana, se pasea en mi balcón…
Me paro en
puntas de pie, levanto los brazos e inclino la cabeza como esas muñecas de las
cajitas de música. Al rato me canso y él empieza: “Si yo digo blanco, ustedes
dicen…”. Y yo: “¡Negro!”.
Él, a
propósito, lo hace cada vez más difícil y se burla cuando tardo en responder.
—Así no
vale.
—Es que sos
medio tolola.
—¡Tolola!
¡No inventes palabras! —grito, y nos ponemos a luchar. Al rato logro zafarme y
nos quedamos acostados contra el frío de los mosaicos. Quietos, mudos, es como
si el tiempo no pasara.
—Estoy
cansada.
—Yo
también. Hoy vamos a tener que dormir siesta.
—¡El dulce!
—Ahh, se te
vio la bombacha, nenita —dice, riéndose como un tonto.
Se queda
acostado abriendo y cerrando las piernas. Parece un ángel diabólico. Apago el
fuego. El dulce está muy espeso, tengo que hacer fuerza para despegar la
cuchara del fondo. Él me ve y viene a chupar las salpicaduras. Envasamos el
dulce en frascos vacíos de mayonesa y café. Después de limpiar las hornallas,
me pongo a exprimir las naranjas.
—¿En dónde
dejamos la pala y el pico? —pregunta.
—En el
lavadero.
Cuando
sale, el mosquitero se cierra de golpe. Me quedo con la fruta detenida sobre el
exprimidor. Se oyen los ruidos habituales que hace Javier cuando busca cosas.
Luego, silencio. Mientras él avanza hacia el fondo de la casa, los perros
empiezan a ladrar enloquecidos.
Griselda
García, en La madre del universo (2012).
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