Luis Bacigalupo, El perro y la felicidad
Si algunos
hombres te tienen en gran estima, desconfía de ti mismo.
Epícteto
¿Has visto? Mi paso
por ese teatrito fue breve,
recogí algunos
aplausos y partí al ágora con la serena
felicidad de un
lagarto al sol.
Allí se hablaba de
todo,
pero en esencia, se
hablaba de nada.
Los cínicos
ladraban
mientras unos
hipócritas que andaban por ahí
decían esto y lo
otro,
en este orden y el
inverso.
Eran besados por
delante y por detrás,
pero más por detrás
que por delante.
Como correspondía,
a mi turno hice lo propio,
ladré, lo que
significó que me diesen la palabra.
De inmediato
experimenté la ferviente felicidad
de una cacatúa.
No obstante hablé
lo justo y necesario
para cosechar la piedad
de un rebaño afín.
Sus balidos
revalidaron mis virtudes
de un decoro menor
al de mis vicios.
Nunca fui un
Diógenes de Sínope
ni jamás aspiré a
serlo.
Mi paso por allí
duró, sin embargo, lo que el sueño
de una mariposa.
Curiosamente, luego
me convertí en gusano.
¿Pero quién no se
ha convertido en gusano alguna vez?
¿Estiércol?
Allí me hospedo de
un tiempo a esta parte.
Hay una puerta de
entrada y otra de salida.
Es la simplicidad
pálida de un menester menesteroso.
Una ventana allí
sería una suntuosidad.
Cierto frío
esmerilado se adhiere a la superficie de las cosas.
El día, la noche, la
lluvia, el sol componen
el conjuro de un
barroquismo necio: la vida.
Quién sería capaz
de afirmar lo contrario
cuando lo contrario
no admite afirmación.
En este estiércol
donde he recitado a Blake
presa de visiones
incandescentes,
he acariciado por
fin la gélida felicidad del alacrán.
Por otra parte,
no hay trámite más
engorroso que la vida
para obtener un
certificado de defunción.
Qué más se puede
pedir.
¿Amor? ¿Fe?
¿Porvenir?
Mejor reír o hacer
silencio
a perseguir esa
presa absurda.
Luis Bacigalupo (Buenos Aires, 1958). Inédito.
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