Manuel Vilas, Víctor Vilas


Manuel Vilas, Víctor Vilas


Íbamos en un coche blanco, camino de Venecia.
Mi tío insistía en que pusiera atención,
en que no me durmiera en el asiento.
Fuertemente asido de la mano de mi tío,
entré en Venecia.
Conocí Venecia. Un hombre y un niño.
Mi tío me compró un juguete,
mano temblorosa entregando unas liras.
Era una fiesta montar en barco a todas horas.
¿Qué miraba aquel hombre? Aquel hombre
que en unas vacaciones de Semana Santa de hace treinta años
insistía en que Venecia se grabara en mi memoria.

“No olvides nada”.

Mi tío me cogía la mano más fuerte aún
cuando entrábamos en los palacios.
Yo corría por aquellas salas cuyos techos
estaban llenos de pinturas.

Se sentó mi tío en la Dogana y quiso
que me sentase con él.

Oscurecía.

Era Viernes Santo.

El tiempo daba vueltas en el horizonte.

El tiempo y la enfermedad.

“Tienes que guardarnos en la memoria”.
Me hacía repetir los nombres en italiano.
Me apretaba la mano hasta hacerme daño.
Estaba solo aquel hombre en mitad de la Plaza de San Marcos.
Lo veo tomar un café expreso y mirar con dolor el Adriático,
los ojos torturados.
Cómo saberlo entonces, saber que era una hermosa despedida,
fuera de aquella España, él y yo solos,
lejos de la familia y contra el tiempo.
Íbamos en un coche blanco, aquel hombre y yo.
Camino de Venecia.
Sólo son dos recuerdos que me quedan de Víctor Vilas,
un hermano de mi padre,
muerto hace mucho tiempo.
Imagino que debió de ser un hombre
frágil y desesperado.
Me legó tres olvidados días en la Venecia de 1971
y la vehemencia de su mano
contra la mía.


Manuel Vilas (Barbastro, España, 1962), Resurrección, Madrid, Visor, 2005.

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